Cruzando la jaula que une ambos lados de esta multitudinaria soledad, el niño viene y descubre el cielo más allá de los metales. Para la madre, para cada adulto es simple: sólo se trata de seguir en marcha, hasta la otra orilla, de ida o de vuelta, da o mismo. Mientras, el niño insiste en apuntar con el dedo hacia arriba. Algún día se convencerá de mirar recto y adelante para seguir en marcha de una vereda a otra, nada más. Y quizás si entonces su hijo apunte hacia arriba, desde la dudosa protección de una jaula oxidada. Y quizás aún quede algo de cielo.
Fotografía: Fernando Fiedler
Texto: Pablo Padilla
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